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Discutir conmigo mismo sobre Whitman




Yo me celebro y yo me canto,

Y todo cuanto es mío también es tuyo,

Porque no hay un átomo de mi cuerpo que no te pertenezca.

Canto a mi mismo.


Leí por primera vez las Hojas de Hierba de Walt Whitman en mis días de Facultad. Mi ejemplar lleva el sello de la Librería Universitaria, de Pamplona ("Av. General Franco, 9"), lo que constituye un milagro para la época, dado el contenido y la propiedad del comercio (el Opus Dei). Por las fechas, coincide mi acercamiento a Whitman con el tiempo en que descubrí a la generación beat (Keruac, Gingsberg, Lawrence Ferlinghetti , Charles Bukowsky o Michael McClure. Tiene sentido. Romántico arborescente como era Whitman, en su poderosa voz expresaba el espíritu de los neorrománticos de la beat generation. También influyó, claro en Leonard Cohen y en Bob Dylan. Más tarde supe que las "hojas" habían tocado a Rubén Dario, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, León Felipe, Pablo Neruda y, claro, su traductor, Jorge Luis Borges. Pero, esto, salvo lo de Borges, ocurrió mucho después. Gingberg y su pandilla fueron la llave. La hojas -para consumo propio, eso sí- me han acompañado durante más cuanrenta años.






Un supermercado en California

Allen Ginsberg



Qué ideas tengo de ti esta noche, Walt Whitman, que camino por las callejuelas bajo los árboles con una jaqueca cohibido mirando la luna llena.


¡En mi hambrienta fatiga, y compra de imágenes, entré al supermercado frutal neón, soñando con tus enumeraciones!

¡Qué duraznos y qué penumbras! ¡Familias enteras comprando de noche! ¡Pasillos llenos de esposos! ¡Esposas en los aguacates, bebés en los jitomates! Y tú, García Lorca, ¿qué estabas haciendo bajo las sandías?


Te vi, Walt Whitman, sin niños, viejo solitario granuja, metido entre las carnes del refrigerador y echando el ojo a los chicos de abarrotes.


Te escuché haciéndoles preguntas a todos: ¿Quién mato las costillas de cerdo? ¿A cómo están los plátanos? ¿Eres tú mi Ángel?


Anduve de aquí para allá siguiéndote por los brillantes anaqueles, seguido en mi imaginación por el detective de la tienda.


Anduvimos a nuestras anchas juntos en los corredores abiertos en nuestra solitaria fantasía probando alcachofas, poseyendo cada delicia congelada, y sin pasar nunca por las cajas.


¿A dónde vas a ir, Walt Whitman? Las puertas cerrarán en una hora. ¿A dónde apunta tu barba esta noche?

(Toco tu libro y sueño con nuestra odisea de supermercado y me siento absurdo).


¿Nos iremos andando por las calles solitarias? Los árboles añaden sombra a las sombras, ninguna luz desde las casas, ambos nos sentiremos solitarios.


¿Daremos un paseo soñando con aquel Estados Unidos de amor más allá de los automóviles azules en las avenidas, hogar de nuestra silenciosa morada?


Ah, querido padre, barbagris, viejo solitario maestro del valor, ¿cómo era Estados Unidos cuando Caronte desató las amarras de su transbordador y te deslizaste entre el banco de bruma y te quedaste mirando al bote desaparecer por las aguas negras del Leteo?



El padre de la autopromoción


Me he dado cuenta de que basta estar con los que uno quiere,

Me basta demorarme al atardecer con aquellos que quiero,

Me basta sentir cerca la hermosa carne, la carne que es curiosa, que respira y que ama.


Walter Whitman nació el 31 de mayo de 1819 en West Hills, un caserío rural de Huntington, en el centro de Long Island, Nueva York. Descendiente de varias generaciones de americanos con orígenes ingleses y holandeses, fue el segundo de nueve hijos del matrimonio formado por el carpintero y granjero Walter Whitman y Louisa Van Velsor Whitman. Desde su nacimiento, el poeta sería llamado “Walt” para evitar confusiones con su progenitor. Walt creció en un hogar con una religiosidad cercana a las ideas de los cuáqueros, según los cuales cada persona lleva en su interior una brizna de divinidad. El poeta nunca abandonaría esa convicción. El sincero patriotismo del padre se reflejó en los nombres escogidos para tres de sus vástagos: Andrew Jackson, George Washington y Thomas Jefferson. El poeta bromearía más adelante, asegurando que mantenía un estrecho parentesco con los padres fundadores de la nación.



En 1857 y, tras escribir en media docena de periódicos y publicar un puñado de cuentos mediocres, se produciría “el punto de ebullición” que le hizo sacar a la luz la primera edición de Hojas de hierba, 795 ejemplares costeados por su propio bolsillo. Se ha interpretado el título como un símbolo trascendentalista de la naturaleza, pero la realidad es más prosaica. En los talleres de impresión, se llamaba “hierba” a las composiciones de dudoso valor, a las páginas que se imprimían a modo de prueba o experimento. Y “hojas” a los fajos de papel. El libro contenía doce poemas sin rima y “su aspecto era bastante tosco y casero”, según Jerome Loving, prestigioso biógrafo de Whitman.






Soy el poeta del Cuerpo y soy el poeta del Alma,

Los goces del cielo están conmigo y los tormentos de infierno están conmigo,

Los primeros los injerto y los multiplico en mi ser,

los últimos los traduzco a un nuevo idioma.


Escasamente reconocido por la crítica norteamericana, Europa canta las excelencias de su poesía. La ciudad de Boston responde prohibiendo Hojas de hierba por obscenidad. Encerrado en casa de su hermano George en Camden, New Jersey, prepara una última edición de Hojas de hierba, escribiendo poemas “desde el lecho de muerte”. Compra un mausoleo para sus restos y los de su familia, y lo visita en varias ocasiones. El 26 de marzo de 1892 muere de bronquitis. Tres mil personas acuden a honrar el cadáver. Ya no es Walter Whitman, un hombre inseguro e inestable, sino el Poeta de América. Nunca se despejarán las incógnitas sobre su vida. ¿Bebía a escondidas, a pesar de sus filípicas contra el alcohol? ¿Era misógino? ¿Practicaba el amor que no osa decir su nombre? ¿Decía la verdad cuando se refería a Hojas de hierba, advirtiendo: “Camarada, esto no es un libro, / El que lo toca, toca a un hombre?”. Hojas de hierba no es la autobiografía de Walt Whitman, sino la del Poeta que arrojó las virtudes –y los pecados– de los Estados Unidos sobre su espalda. Como creador fue un gigante; como hombre, un divino impostor.




"Para concluir, anuncio lo que vendrá después.

Recuerdo que dije antes de que brotaran mis hojas,

Que alcanzaría mi voz jocunda y fuerte para honrar las consumaciones".



La originalidad de Walt Whitman, escribió Harold Bloom en El canon occidental, “tiene menos que ver con su verso supuestamente libre que con su inventiva mitológica y su dominio de las figuras retóricas. Sus metáforas y sus razonamientos rítmicos abren un nuevo camino de una manera aún más eficaz que sus innovaciones métricas”. Mientras tanto, yo seguiré (¿otros cuarenta años?) discutiendo conmigo mismo el alcance de mi admiración.


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