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Las niñas de la Shoah

  • Foto del escritor: Koldo San Sebastián
    Koldo San Sebastián
  • 15 feb 2021
  • 7 Min. de lectura




"Soy escritor por la fuerza espiritual que dejaron miles de víctimas".

Icchokas Meras


"Un mundo que olvide esto es inconcebible".

Dietrich Schwanitz


Dibujo de Helga Weis


Un de los libros que más me impresionó sobre la Shoah, el Holocausto, fue La escritura o la vida, de Jorge Semprún. Sobre todo, porque me abrió el camino a otras lecturas relacionadas con el tema. Él mismo estuvo en el campo de concentración de Buchenwald. Aquí, además, entrevistó a un grupo de judíos que habían sido trasladados desde Auschwitz. Cuenta que cuando, con un compañero, Albert, un judío húngaro, buscaban supervivientes entre montones de cuerpos escucharon una voy débil entre los cadáveres: un moribundo recitaba el kaddish en yiddish (El kaddish es un panegírico a Dios, al que se le pide acelere la redención y la venida del Mesías. Es una plegaria que se reza en un grupo mínimo de diez hombres judíos. El quorum se conoce como minyan. El minyan para aquel kaddish lo constituían los cuerpos amontonados de decenas de judíos muertos. Hay otros kaddish como los de Allen Gingsberg o Maurice Ravel que me estremecen de forma distinta). Semprún me condujo a Primo Levi que logró sobrevivir en Auschwitz. He leído Si esto es un hombre que narra su experiencia en el campo. Me encantó Al final derroté a Hitler, Rubino Romeo Salmonì, que inspiró a Roberto Benigni a la hora de rodar la película La vida es bella. Y, claro, la Trilogía de la noche, de Eli Wiesel. Los cuatro autores citados (Semprun, Salmoni, Levi y Wiesel) tienen en común su condición de supervivientes de los campos. Y esa condición da fuerza a sus relatos y los diferencia de otros hechos desde la distancia creativa, por intensos, que sean estos últimos relatos. Y es que, además, como señalaba el historiador alemán Dietrich Schwanitz, "la imaginación humana se resiste a representarse en aquello que consignan conceptos como Shoah u Holocausto: el exterminio sistemático y febril de los judíos en campos de concentración como Auschwitz, Treblica, Magdanek o Sobibor. (...) Estos crímenes son tan horribles que resulta imposible concebirlos". Por ello solo aquellos que fueron víctimas y testigos pueden transmitir una fuerza, una carga dramática, que trasciende a la técnica literaria.


Ana Frank , Eva Heyman, Rutka Lashier y Helga Weis


"Y así continúa, procurando encontrar la forma de llegar a personificar la que tanto me gustaría ser. Y lo que, en realidad, podría ser, si... no viviera nadie más en el mundo".


Ana Frank


Hay un grupo de niñas de la Shoah quienes, con sus escritos, han logrado sumar emoción y, en ocasiones, rabia, al dramatismo. Solo una sobrevivió a los campos. Son: Ana Frank (alemana), Eva Heyman (húngara), Rutka Laskier (polaca) y Helga Hošková-Weissová (checa). Las cuatro nos han dejado sus diarios. El más famoso, el de Ana, que yo leí cuando se titulaba La habitación de atrás. Está considerado como uno de los 100 mejores libros de la historia. Al diario de Ana Frank, ya le dediqué una entrada del blog. He realizado el ejercicio de leer los cuatro diarios seguidos. He de decir que acabas odiando al mundo, pensando que si te encuentras a un alemán o a un húngaro le arrancas el cuello y, sobre todo, piensas qué habría sido del mundo si no hubiesen asesinado a aquellas niñas brillantes.

Monumento a Eva Heyman en Oradea


El diario de Eva lleva por título He vivido poco. Su lectura encoge el corazón tanto como el desasosiego que produce la indiferencia (sino aquiescencia) de la mayoría de la población húngara, cuyo Gobierno, por cierto, era aliado de los nazis: 450.000 judíos húngaros fueron asesinados, tanto en los campos como por la Gendarmería y el Ejército húngaros y los milicianos de la Cruz Flechada. "No quiero morir, quiero vivir", escribió en su diario. Sin embargo, fue deportada a Auschwitz y utilizada por el doctor Josef Mengele en sus macabros experimentos. Sus restos fueron incinerados.



"Cumplí trece años: nací un viernes trece". Eva comienza su Diario en su decimotercer cumpleaños el domingo 13 de febrero de 1944, y lo prolongará durante tres meses, hasta un mes antes de ser ejecutada en una de las cámaras de gas de Auschwitz. Allí registra el ambiente amenazante en febrero y mediados de marzo y la toma de posesión y cambio de gobierno en Budapest copiando las palabras del farmacéutico Rezső Rácz en la remota ciudad provincial, así como la llegada de la violencia y sus horrores y la deportación en abril. Eva especula si puede salvar su vida dándole un beso a uno de los guardias. Los abuelos de Eva tienen que abandonar el apartamento y se ven obligados a entrar en una casa judía completamente abarrotada en el Szacsat Ut. El 28 de marzo describe los arrestos de comunistas y socialistas conocidos; tuvo conocimiento de primera mano de esto a través de su tía, cuyo marido fue secuestrado y como algunos de los familiares de Eva también eran socialistas, su madre quemó desesperadamente cualquier carta y libro en su apartamento que pudiera ser incriminatorio. Eva lamentó la quema de uno de sus libros, en el que se identificó profundamente con la muerte de un personaje principal y escribió:


Siempre lloro cuando leo sobre alguien muriendo.

¡No quiero morir porque apenas he vivido!.



Eva termina su diario exclamando:


Pese a todo, mi pequeño diario, no quiero morir, quiero vivir, aunque sea la única del sector en poder permanecer aquí. Esperaré el fin de la guerra en una cueva o en un granero, o no importa en qué agujero; yo, mi pequeño diario, me dejaré incluso besar por el policía que custodia y se ha llevado nuestra harina, con tal de que no me mate, que me deje vivir.

Rutka y su hermano


Rutka nos legó su Cuaderno (El Cuaderno de Rutka). Había nacido en Danzig pero fue trasladada junto a su familia al getho judío de la ciudad polaca de Bedzin, al sur de Polonia, durante la Segunda Guerra Mundial. Comienza el 19 de enero con la entrada "No puedo entender que ya es 1943, cuatro años desde que comenzó este infierno". Una de las entradas final dice "Si sólo pudiera decir, se acabó, sólo se muere una vez... Pero no puedo, porque a pesar de todas estas atrocidades que quiero vivir, y esperar al día siguiente." Rutka fue deportada a Auschwitz en agosto de 1943, junto a sus padres y su hermano menor Henius. Su madre y hermano fueron gaseados a su llegada, pero ella y su padre lograron pasar la "selección" de Mengele, que decidía quién vivía y quién no. Separada de su padre, Rutka sobrevivió unos meses, pero contrajo cólera tras una epidemia y fue asesinada en los crematorios mientras aún agonizaba. Se estima que esto ocurrió entre noviembre o diciembre de 1943.


Helga


Helga se crio en Praga y, el 4 de noviembre de 1941, fue llevada junto a sus padres al campo de concentración de Terezín, también conocido como el campo de concentración de Theresienstadt. Una vez allí los separaron, aunque al final fue posible que se vieran de vez en cuando e incluso pudieron comunicarse mediante notas clandestinas.​ Se estima que unos 15 000 niños, por debajo de los 16 años, fueron a Terezín y que menos de 100 de éstos, deportados después a Auschwitz, sobrevivieron.​ En octubre del año 1944, cuando Helga tenía 15 años, tanto ella como su madre fueron trasladadas a Auschwitz. Según iban llegando al campo, los nuevos prisioneros eran sometidos a una división: si les mandaban a la izquierda iban directamente a los hornos crematorios pero si les mandaban a la derecha vivían un poco más. Probablemente la persona encargada de hacer esta división el día de la llegada de Helga y su madre fue el infame Josef Mengele aunque, fuera quien fuese, Helga lo convenció de que tenía la edad suficiente, 18 años, como para seguir viviendo y finalmente la mandaron a la derecha.​ Además, también consiguió que esa persona creyera que su madre era más joven de lo que realmente era.​

Dibujos de Terezín


Gracias a su don para la pintura y el dibujo, cuando estuvo en Terezín escribió un diario que incluía imágenes de su vida en el campo que sobrevivió a la guerra.​ Después de diez días, ​ la transfirieron de Auschwitz a Freiberg, un campo auxiliar del campo de trabajo​ Flossenbürg, cerca de Dresde. Allí volvió a escapar de un final terrible después de verse obligada a unirse a una de las llamadas «marchas de la muerte». Ésta duró 16 días y su destino fue el campo de Mauthausen,​ donde permaneció hasta su liberación el 5 de mayo de 1945 por el Ejército de Estados Unidos.


La vida de Helga hasta 1957


Helga volvió a la ciudad y no tenía nada. Habían robado todo, expropiado las casas. Poco a poco se fueron reconstruyendo, pero desde cero, desde la nada. Recuperó su diario, gracias al tío, y lo terminó: contó de adulta todo lo que ocurrió en el campo de concentración y lo hizo en presente, porque es como nosotros debemos leerlo. Y poco a poco, la vuelta a la vida, una vida ya sin miedo —extraña. Sin la vergüenza ni la degradación, pero diferentes: sobrevivir era el premio y, aun así, no podían disfrutarlo como se merecía. PAZ, la palabra que Helga escribió en mayúsculas, estaba inacabada, porque después de comprobar hasta dónde era capaz de llegar una sociedad como la de entonces, ¿quién puede creérsela?, ¿qué era aquella palabra lejana que pasaba de una boca a otra, soñándola?


Hay muchos otros testimonios de niñas judías, como Mónica Dawidowicz nació en el Gueto de Lida, en 1941, en medio del horror y la devastación que la Shoá representaba. Sus padres tuvieron que tomar la decisión más valiente y amorosa: entregarla a una familia polaca para que la protegiera. Así comienza un extenso recorrido de cambio de países, de familias, de idiomas y de nombres. En muchos casos, para salvar la vida, se borraba la identidad. Le ocurrió a Mónica, pero también a George Perec y a muchos más.



Viñeta de la versión gráfica de Un saco de canicas de Joffo


También los niños


George Perec, Alexander Tisma, Imre Kertész (este, además, Premio Nobel de Literatura), Josef Joffo, Raymond Federman o Icchokas Meras son niños de Shoah que nos han dejado su testimonio en forma de una ficción que no puede ser más real.


La perspectiva infantil parece relativizar el horror, pero no es así. Inexorable como una canica rodando al azar, tropezando y rebotando contra el asfalto, la vida es una sucesión de golpes que los niños asumen con una aparente calma: en realidad, una descarnada, íntima y dura asunción.

 
 
 

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